EN EL ARCÉN DE LA CARRETERA, PENSÉ....


Relatos que empiecen por esta misma frase: En el arcén de la carretera pensé...





Solo.

En el arcén de la carretera pensé que en cualquier momento regresarían. Por eso me senté y esperé. Durante bastante tiempo. O poco tiempo. No sé. Sintiéndome cada vez más intranquilo, hasta llegar a asustarme ante cualquier sonido, ante cualquier claxon que me gritaba con su pitido que me apartase. Pero yo no lo podía evitar. Porque a cada vehículo que veía acercarse, me levantaba, me agitaba, impaciente, dando pasos por aquí y por allá. Queriendo adivinar el ruido del motor que por tantos años reconocía solo entrar por la calle y detenerse frente a la puerta de mi casa. 
Pero no. Los sonidos de los motores eran graves, estruendosos, silenciosos, ronroneantes… pero no iguales a aquel sonido reconocible para mi desde largas distancias. 
No sé cuánto tiempo permanecí así, alerta, inquieto y asustado. Hasta que las fuerzas empezaron a fallarme y el hambre, la sed y el frío me obligaron a salir del arcén y caminar unos metros. Buscando no sabía muy bien qué. Perdido en sentirme solo.
Sin ellos.
El golpe fue seco y contundente. 
Solo tuve tiempo de verme volar por los aires, escuchar una frenada, un chirriar 
                                                                            de ruedas, y mis ladridos agonizantes. 





Una jornada para el olvido

En el arcén de la carretera, de rodillas y con las manos sosteniendo su cuerpo magullado, pensó ¿cómo ha podido pasar? El día había amanecido prometedor: un día en el bosque rodeado de naturaleza. Pero se torció, y mucho. Con el instinto de culpar a alguien, se dijo: 
- La culpa la tiene mi cuñado. Él me había sugerido que fuese por las hondonadas del bosque, por donde discurre el agua.
Había amanecido nublado, hacía frío y el camino estaba salpicado de charcos fangosos. Tras dos interminables horas, Indalecio llegó a un bosque donde la vista se perdía entre una inacabable pinada. 

Por una pendiente suave se dirigió hacia una zona frondosa. Las hojas humedecidas que recubrían el terreno dificultaban el descenso. Al intentar superar unas ramas caídas, se desequilibró y precipitó rodando. Golpeándose con troncos de árboles iba acelerando su desplome. Por fin, unos arbustos espinosos detuvieron el descenso. Tras unos instantes de inconsciencia, se fue incorporando entre las ramas que le cubrían. Su pierna le dolía, la cara y los brazos estaban atestados de heridas sangrantes. Su ropa a jirones y mugrienta. ¡Hay que subir! ¡Hay que subir! Se repetía. Asiéndose a matojos y descansando su cuerpo dolorido en la corteza áspera de los troncos, consiguió llegar a la cima.

Indalecio, turbado, no reconocía el lugar. ¿Y el coche? ¿Dónde está? Se preguntaba angustiado. Decidió descansar. A lo lejos oyó el sonido de un motor. Renqueando se dirigió hacia allí. ¡Qué angustiosos minutos pasó hasta llegar al arcén de una carretera! Las piernas le flojearon y cayó de rodillas.
Al levantar la cabeza vio a un anciano que a unos veinte metros le miraba expectante. El hombre se dio la vuelta y se puso a buscar entre las hierbas. Indalecio pensó que había perdido algo y, llevado por su instinto de socorro, siguió sus pasos tratando de encontrar aquello que el viejo había perdido. Pero el hombre le dirigió miradas nerviosas mientras aceleraba su paso vacilante. De pronto, se paró, cogió una piedra y la levantó enseñándosela a Indalecio. Éste pensó que le mostraba orgulloso algún mineral extraño, pero transcurridos unos metros, el viejo dejó caer la piedra y se aferró a un bastón, exhausto. Indalecio pensó que la piedra debía pesar mucho. Fué en ese momento cuando se percató que aún llevaba su navaja en la mano, que en ningún momento de la caída la había soltado.
El viejo, con los ojos muy abiertos apretaba los puños en el bastón, expectante y buscando apoyo. Indalecio guardó entonces la navaja y le preguntó si faltaba mucho para llegar al pueblo. La cara del anciano se distendió y suspiró aliviado. Caminaron tambaleantes, conversando. Pasados unos instantes el viejo le dijo:

- Si quiere, mañana le acompaño a buscar robellones.




Improvisando camino 

En el arcén de la carretera pensé que después de seis meses, había recorrido suficientes carreteras, saboreando junto con mi mochila preciosos pueblos y el optimismo de la buena gente. Ahora tocaba decidir si Madrid, Cuenca o Alicante.
Tomé todo mi día tranquilamente, mientras disfrutaba de las vistas bajo un relajante y suave sol, acompañada de la brisa que asomaba de vez en cuando.

Busqué un poco de fruta que había comprado en una verdulería de un pueblecito a las 7 de la mañana, saqué un caqui de tonos anaranjados y algún toque amarillo, lo comí con su perfume acariciando y deleitando mis emociones, junto con unos aterciopelados trozos de plátano.
Me comentó un matrimonio de un restaurante, que había unas vistas increíbles en una montaña de enfrente, me anoté el punto exacto y continué mi camino. Disfruté de las horas descansando y observando el alegre baile de los gorriones, hasta decidir coger el tren que me llevaría hacia Alicante. En algo más de una hora llegué.
Calles nuevas, bastante anchas y transitables, gentes con sonrisas, y muchos planes de ocio. Cogí un autobús hacia Guadalest, pudiendo disfrutar de un pulmón verde denso, y gente sonriente circulando a ritmo decidido y rápido. Pasé un día exquisito, hasta tomar rumbo hacia la bella Madrid, cambiante por segundos, transformando su esencia en una sensible y alegre ciudad occidental, esperanza para bastantes americanos hispanohablantes, y con un tráfico aéreo del último año, de más de 60 millones de pasajeros. 






El pinchazo 


En el arcén de la carretera pensé que había sido mala suerte pinchar la rueda del coche precisamente ahí. El móvil sin cobertura, y yo, incapaz de cambiar una rueda. ¿Cómo había aprobado la teórica? Hacía tantos años de eso que había olvidado muchas cosas, bueno, en realidad nunca había cambiado ninguna. 

En el arcén de aquella apartada carretera pensé que por suerte era primavera, mi estación del año favorita. Me aseguré que la puerta del coche estaba bien cerrada y eché a andar. El sendero era estrecho pero agradable. Alrededor de él crecían desordenados el romero, el tomillo, y lavanda. Me hubiera quedado allí oliendo aquellas flores, eran unos de mis aromas preferidos. Definitivamente era un día espléndido. A lo lejos se veía una masía blanca y humilde con un gran pino delante de la puerta principal. Caminé hacia allí, parecía deshabitada. Me acerqué despacio y observé que una ventana tenía el cristal roto. Me asomé con mucho cuidado y vi algo en el suelo que me aterrorizó. Era un cuerpo, parecía un hombre, y a su alrededor un gran charco de sangre. Me quedé paralizada. ¿Qué podía hacer? Mi teléfono no funcionaba, no podía llamar a nadie. Cuando conseguí reaccionar salí corriendo hasta la carretera donde había dejado el vehículo. Esperaría a que pasara alguien y pediría ayuda. 
Fue en ese momento cuando me percaté de los clavos en la carretera, y me pregunté si aquella había sido la causa del pinchazo. Fue también entonces cuando le vi avanzar hacia mi, decidido y con el hacha en la mano. 
Corrí, loca y torpemente, hacia la casa abandonada, buscando un refugio. 





Planes. 

El. 

En el arcén de la carretera me pregunté si no me habría equivocado. Si era aquel el punto de encuentro. ¡No llegaremos puntuales a pesar de lo que hemos madrugado para regresar pronto! Ahora ya no será posible. 
Ya calienta el sol del mediodía. El bosque no es demasiado tupido. El sendero está desierto. Es una pista forestal . No hay confusión posible. Comienzo a caminar más rápido. Nada, no hay señales. Los escasos senderistas a los que pregunto, me dicen que no han visto a nadie. El móvil sin cobertura. Dos horas y media desde que nos separamos. ¿Qué ha fallado? Habíamos preparado la salida. Ascenderíamos hasta la cumbre. Primero buscaríamos la balsa y siguiendo las conducciones de agua, saldríamos a la pista más ancha, con un claro desnivel hasta la cima. 
Es cierto que si uno se desvía de la senda principal, puede desorientarse y perderse. 
Ella tiene todas las papeletas.  
Paso un puentecito una y otra vez. Al final busco a los forestales. Les pido ayuda. Antes de ponerse en marcha susurran entre ellos y me preguntan si ella lleva móvil, que la llame primero para localizarla. Mi móvil no tiene cobertura. Me prestan el suyo. Hago la llamada. Me contesta. Está en el cruce. Voy en su busca. 



Ella. 

Él sigue hacia el pico, y yo me rajo. 
La última cuesta me deja con la lengua fuera. Quedo en esperarle. Sigo caminando por un sendero. Veo unos enormes pinos y un montón de moras. Busco piñas y moras. Encuentro y lleno la mochila. Regreso a la base. Miro el reloj. Ha pasado más de una hora. Debe de estar a punto de descender, pero no veo a nadie. Igual ha ido por un atajo al bajar. Sigo caminando. No veo a nadie. Llego al cruce. Puede que vaya por la ruta de los canales. Miro, pero nada. No me interno por ahí. Está demasiado espeso. Las piedras están mojadas y resbaladizas. Vuelvo a la confluencia. Me quedo sentada y espero. 
¡Debe haber hecho una buenas fotos, con lo que tarda...!
Empiezo a inquietarme. El sendero está desierto. De pronto suena el móvil. Es él. ¡Por fin! No está en la cumbre sino en el puesto de los forestales. Viene a buscarme. No dejo la pista y camino. Lo veo. Nos encontramos. 
Los guardas forestales pasan con el 4x4, nos saludan y sonríen con cierto brillo en sus ojos. 



La diferencia

En el arcén de la carretera pienso que, si en lugar de un Renault Clio, hubiésemos
viajado con un Mercedes Visión AVTR, el furgón no nos hubiera ni siquiera rozado. Pero las nuevas tecnologías vegetan cuando nacen, en un periodo cortísimo de plazo para algunos destacados privilegiados. Para el resto de mortales, destacados por su ínfima economía, vegetan durante toda su vida. Esta diferencia entre poder investirse de lo más novedoso y sólido, a tener que conformarse con lo antiguo y menos seguro, es tan abismal que en según que circunstancias conlleva incluso el salvar o perder la vida. 

Así ocurrió en un caso de hace sólo unas semanas. Un matrimonio llevaba un coche de última generación, fuerte y solido, en un santiamén dicho vehículo se pasó a la calzada contraria, arremetiendo contra un coche modelo Panda, en el que también iba un matrimonio. Los primeros no se hicieron siquiera un rasguño, pero el matrimonio que viajaba en el Panda pereció.  
De pie en el arcén me pregunto si el impacto de las nuevas tecnologías ayudará en el futuro a disminuir la brecha que existe entre los ricos y los pobres, para que no discrimine, y sirva para forjar un mundo mejor. 
Mi marido me está llamando, nuestro coche tiene una abolladura que la pagará el seguro del furgón que la provocó; gracias a Dios, a pesar del golpe, ni el causante ni nosotros no hemos sufrido ninguna lesión, por lo que atendiendo a su llamada, subo al coche y continuamos nuestro viaje. 




Autoestop

En el arcén de aquella carretera pensé en todo el camino que llevaba recorrido y me planteé, otra vez, si no había sido todo un error. Llevaba una hora esperando, hacía un sol abrasador y no pasaba nadie. Estaba en Vejer de la Frontera, a tan solo 45 minutos de mi destino final y empezaba a desesperarme.

La mañana anterior, cuando decidí ir de Madrid a Tarifa haciendo autoestop, me pareció una buena idea.
 “¡Será genial! Conoceré gente, ahorraré pasta y a mediodía estaré ya en la playa.”
 Después de preguntar a un par de personas, alguien me habló del señor Pons. El Sr. Pons tenía una pequeña tienda de antigüedades en la calle Montera y todos los domingos viajaba a Ciudad Real para visitar a un viejo amigo. Me dirigí a su tienda y quedé con él para la mañana siguiente. Le encantó la idea y casi se alegró más él por tener compañía en su viaje, que yo por tener transporte. Salimos a las 5:30h de la mañana. 
El Sr. Pons tendría unos 65 años, era soltero y toda su vida eran su pequeña tienda de antigüedades y su viaje de los domingos. 
Durante el trayecto me contó que todas las semanas recorría más de 2 horas para visitar al amor de su vida. Él y Berto (como él lo llamó) fueron amantes en tiempos pasados. Tuvieron que llevar su amor en secreto porque la dictadura no era un buen momento para ser homosexual. Por la presión social Berto acabó casándose con una mujer, y él decidió irse de Ciudad Real, perdiendo así el contacto. Pero hace 15 años se reencontraron y retomaron su historia de amor, nuevamente en secreto, porque Berto seguía casado y se sentía incapaz de dejar a su esposa. Cuando llegamos a su destino nos despedimos con un cariñoso abrazo y le prometí ir a verlo cuando regresara a Madrid.

De Ciudad Real a Pozoblanco fui con un mensajero que apenas me dirigió la palabra, fue la hora y media más larga de mi vida.
Antes de las 10:00h de la mañana ya estaba en Pozoblanco. Estaba eufórica, pero mi euforia se fue desvaneciendo tal y como iban pasando las horas; 10:30h y seguía en Pozoblanco; 11:30h, aún en Pozoblanco; 12:00h y ninguna posibilidad de estar en la playa a mediodía. Desesperada decidí ir a la estación de tren y abandonar la locura del autoestop. Tras mirar opciones y horarios cogí un tren que llegaba a Utrera en 2 horas y media. Subí al tren y me senté junto a la ventana. 
Después del fracaso no estaba para muchas tonterías, así que me puse los auriculares y la música a todo volumen. En la siguiente parada se sentó al lado Clara, una chica joven muy enfadada. Después del tercer bufido decidí quitarme los auriculares y preguntarle si podía ayudarle en algo. Clara se disculpó por su comportamiento y me contó que acababan de despedirla de una forma cruel e injustificada, tras tres años en la misma empresa. Cuando acabó de contarme su historia estaba ya más tranquila y me preguntó sobre mi viaje. Yo le conté el camino que llevaba recorrido, ella me escuchó atenta y, agradecida por haberla escuchado, se ofreció a llevarme hasta Vejer de la Frontera. Me dijo que en la estación la esperaba su hermana con el coche y que podía ir con ellas. Acepté sin pensármelo dos veces. 
Durante el trayecto en coche seguimos hablando las tres muy animadas. Llegamos a Vejer sobre las 16:00h, me bajé del coche en la entrada del pueblo dispuesta a retomar mi plan inicial. Estaba esperanzada y veía mi destino un poco más cerca.
Tras una hora esperando, bajo un sol abrasador, sin ver pasar ni un coche, en el arcén de aquella carretera pensé otra vez que todo había sido un error, cuando de repente pasaste tú y me llevaste hasta mi destino.




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